No sé si sabéis que, de vez en
cuando, me gusta ver cine clásico. Y mi compañera de aventuras, C., que también
es muy aficionada, a menudo me acompaña en mis revisiones de películas que
ambos ya hemos visto antes. La última que compartimos, con una buena cerveza
para tragarla mejor, fue Desayuno con diamantes.
Como todo el mundo sabe, se trata
de una película que es el colmo de la sofisticación, que nos presenta a una
guapísima, elegantísima y, aunque no se diga mucho, también delgadísima Audrey Hepburn, junto a un George Peppard al que vemos mucho antes de convertirse en el coronel
John “Hanibal” Smith que todos recordamos de nuestra infancia, en una historia
de encuentros y desencuentros de dos personajes mucho más parecidos entre sí de
lo que quieren reconocer en un primer momento.
Sin embargo, esta segunda vez que
vi la película me fijé en una serie de detalles que no había visto la primera
vez, hace ya algunos años. El primero, que el guión no tiene ni pies ni cabeza.
Ellos dos no son más que unos vividores que sobreviven a costa de otras
personas, intentando que su suerte mejore, pero haciendo muy poco para conseguirlo.
Entretanto, ella disfruta de fiestas que sacan de quicio a un vecino
interpretado por un sobreactuado Mickey Rooney, y George vive a costa de una mujer
que le promete convertirlo en un escritor de éxito. Pero los personajes que
interpretan tanto Audrey como George son unos personajes planos, sin
profundidad de ningún tipo y totalmente olvidables. Son dos perdedores muy
parecidos a los que aparecen en las novelas de Bukowsky, pero mucho más
sofisticados y glamourosos, lo que explicaría la fascinación que suscitan.
Entonces, ¿por qué escuchamos tanto
y tan a menudo hablar de esta película como de una obra maestra? Pues
claramente, porque a lo largo de las décadas se ha creado una especie de aura
de mitología sobre esta película que hace que todo el mundo la venere, aura
que, supongo, se deberá a esa sofisticación que se ve en cada fotograma de la
propia peli, porque si no, no se me ocurre por qué puede ser.
Entonces, los críticos nos
convencen, con razón o sin razón, de que es muy buena, nosotros tragamos, y la
volvemos a ver sin darnos cuenta de los fallos que tiene. O incluso la
ensalzamos sin ni siquiera haberla visto, que también puede ser.
Y entonces me acuerdo de algo que
siempre digo: que para disfrutar de una película, hace falta que la historia nos
enganche y nada más, sin falta de sofisticación, mitología ni marketing para
convencernos de que es buena. Si lo es o no, ya lo comprobaremos al verla.
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