Los que me conocéis ya sabéis que
el arte me gusta mucho, así que siempre estoy interesado en ver y, sobre todo,
aprender. Y un tipo de arte que siempre me ha llamado la atención, tal vez por
lo poco que se estudia en la educación reglada, es el grafiti. Siempre me gustó
un mural que hay cerca de mi barrio, en el Natahoyo, hecho por el desaparecido colectivo
AsociArte, en el que representan los disturbios debidos al cierre de Naval
Gijón, y también me gusta otro mural de ese mismo colectivo que veo cuando voy
a la piscina.
Documentales, libros e incluso la
novela El francotirador paciente, de Arturo Pérez-Reverte, me hicieron conocer,
profundizar y aprender sobre este tipo de expresión artística, hasta el punto
de que, ahora mismo, sigo al grafitero Banksy en Twitter.
Sin embargo, no fue hasta hace poco
que me empecé a fijar en la cantidad de grafiti que se ven desde el tren cuando
vamos desde Gijón hasta Oviedo. Me fijé en los tags, e identifiqué varios que
se repetían, como los de Arder, Kase o Seak.
Y me pregunté quiénes serían esos
grafiteros que habían decidido dedicar su tiempo a dibujar sus firmas en
paredes desnudas (y bastante feas antes de la pintura, dicho sea de paso).
Tal vez algún día alguien lo
investigue. O quizá ya lo haya hecho algún historiador del arte. Pero no se
puede negar que, como expresión artística, el grafiti es de las más
interesantes que hay ahora mismo.
No sé si sabéis que, de vez en
cuando, me gusta ver cine clásico. Y mi compañera de aventuras, C., que también
es muy aficionada, a menudo me acompaña en mis revisiones de películas que
ambos ya hemos visto antes. La última que compartimos, con una buena cerveza
para tragarla mejor, fue Desayuno con diamantes.
Como todo el mundo sabe, se trata
de una película que es el colmo de la sofisticación, que nos presenta a una
guapísima, elegantísima y, aunque no se diga mucho, también delgadísima Audrey Hepburn, junto a un George Peppard al que vemos mucho antes de convertirse en el coronel
John “Hanibal” Smith que todos recordamos de nuestra infancia, en una historia
de encuentros y desencuentros de dos personajes mucho más parecidos entre sí de
lo que quieren reconocer en un primer momento.
Sin embargo, esta segunda vez que
vi la película me fijé en una serie de detalles que no había visto la primera
vez, hace ya algunos años. El primero, que el guión no tiene ni pies ni cabeza.
Ellos dos no son más que unos vividores que sobreviven a costa de otras
personas, intentando que su suerte mejore, pero haciendo muy poco para conseguirlo.
Entretanto, ella disfruta de fiestas que sacan de quicio a un vecino
interpretado por un sobreactuado Mickey Rooney, y George vive a costa de una mujer
que le promete convertirlo en un escritor de éxito. Pero los personajes que
interpretan tanto Audrey como George son unos personajes planos, sin
profundidad de ningún tipo y totalmente olvidables. Son dos perdedores muy
parecidos a los que aparecen en las novelas de Bukowsky, pero mucho más
sofisticados y glamourosos, lo que explicaría la fascinación que suscitan.
Entonces, ¿por qué escuchamos tanto
y tan a menudo hablar de esta película como de una obra maestra? Pues
claramente, porque a lo largo de las décadas se ha creado una especie de aura
de mitología sobre esta película que hace que todo el mundo la venere, aura
que, supongo, se deberá a esa sofisticación que se ve en cada fotograma de la
propia peli, porque si no, no se me ocurre por qué puede ser.
Entonces, los críticos nos
convencen, con razón o sin razón, de que es muy buena, nosotros tragamos, y la
volvemos a ver sin darnos cuenta de los fallos que tiene. O incluso la
ensalzamos sin ni siquiera haberla visto, que también puede ser.
Y entonces me acuerdo de algo que
siempre digo: que para disfrutar de una película, hace falta que la historia nos
enganche y nada más, sin falta de sofisticación, mitología ni marketing para
convencernos de que es buena. Si lo es o no, ya lo comprobaremos al verla.
Sé que ahora mismo hay temas más
importantes sobre los que podría escribir, pero, como sabéis, no me gusta
hablar de temas serios durante el verano, sino que prefiero descansar con temas
más amables, y por eso hoy voy a hablaros de una peli que vi hace ya varias
semanas y sobre la que llevo pensando desde entonces: Ocho apellidos catalanes.
Tal vez alguien recuerda que, en su
momento, cuando vi Ocho apellidos vascos, os hablé de ella y os dije que era
una película que, pese a no ser objetivamente mejor que otras que se estrenaron
a la vez, tuvo un éxito mucho mayor, que yo achaqué a una brutal campaña de marketing. Pues bien, con esta segunda parte pasa lo mismo, pero multiplicado
por mucho.
En Ocho apellidos catalanes se
continúa jugando con los tópicos sobre las regiones de nuestro país,
introduciendo esta vez los que hay sobre los catalanes, pero con todavía menos
gracia que en la primera película. De hecho, desde mi punto de vista, el único
golpe de humor verdaderamente divertido es el que se refiere a la procedencia
de la wedding planner, que, por supuesto, no voy a desvelar. El resto del
tiempo lo único que se hace es una sucesión de chistes fáciles de vascos,
andaluces y, esta vez, también de catalanes, que nos harán gracia la primera
media hora, pero que después se nos harán repetitivos.
Entonces, una vez más, el éxito de
la película lo podemos explicar por el marketing y la propaganda que hay detrás, porque si no,
no me lo explico.
Ahora sólo espero que no quieran
hacer Ocho apellidos asturianos, porque entonces en vez de un texto en este
blog, lo que tendré que hacer es intentar que no se sepa demasiado que soy
asturiano.