jueves, julio 28, 2016

Arte urbano en las afueras



Los que me conocéis ya sabéis que el arte me gusta mucho, así que siempre estoy interesado en ver y, sobre todo, aprender. Y un tipo de arte que siempre me ha llamado la atención, tal vez por lo poco que se estudia en la educación reglada, es el grafiti. Siempre me gustó un mural que hay cerca de mi barrio, en el Natahoyo, hecho por el desaparecido colectivo AsociArte, en el que representan los disturbios debidos al cierre de Naval Gijón, y también me gusta otro mural de ese mismo colectivo que veo cuando voy a la piscina.
Documentales, libros e incluso la novela El francotirador paciente, de Arturo Pérez-Reverte, me hicieron conocer, profundizar y aprender sobre este tipo de expresión artística, hasta el punto de que, ahora mismo, sigo al grafitero Banksy en Twitter.
Sin embargo, no fue hasta hace poco que me empecé a fijar en la cantidad de grafiti que se ven desde el tren cuando vamos desde Gijón hasta Oviedo. Me fijé en los tags, e identifiqué varios que se repetían, como los de Arder, Kase o Seak.
Y me pregunté quiénes serían esos grafiteros que habían decidido dedicar su tiempo a dibujar sus firmas en paredes desnudas (y bastante feas antes de la pintura, dicho sea de paso).
Tal vez algún día alguien lo investigue. O quizá ya lo haya hecho algún historiador del arte. Pero no se puede negar que, como expresión artística, el grafiti es de las más interesantes que hay ahora mismo. 

miércoles, julio 27, 2016

Diamantes falsos



No sé si sabéis que, de vez en cuando, me gusta ver cine clásico. Y mi compañera de aventuras, C., que también es muy aficionada, a menudo me acompaña en mis revisiones de películas que ambos ya hemos visto antes. La última que compartimos, con una buena cerveza para tragarla mejor, fue Desayuno con diamantes.
Como todo el mundo sabe, se trata de una película que es el colmo de la sofisticación, que nos presenta a una guapísima, elegantísima y, aunque no se diga mucho, también delgadísima Audrey Hepburn, junto a un George Peppard al que vemos mucho antes de convertirse en el coronel John “Hanibal” Smith que todos recordamos de nuestra infancia, en una historia de encuentros y desencuentros de dos personajes mucho más parecidos entre sí de lo que quieren reconocer en un primer momento.
Sin embargo, esta segunda vez que vi la película me fijé en una serie de detalles que no había visto la primera vez, hace ya algunos años. El primero, que el guión no tiene ni pies ni cabeza. Ellos dos no son más que unos vividores que sobreviven a costa de otras personas, intentando que su suerte mejore, pero haciendo muy poco para conseguirlo. Entretanto, ella disfruta de fiestas que sacan de quicio a un vecino interpretado por un sobreactuado Mickey Rooney, y George vive a costa de una mujer que le promete convertirlo en un escritor de éxito. Pero los personajes que interpretan tanto Audrey como George son unos personajes planos, sin profundidad de ningún tipo y totalmente olvidables. Son dos perdedores muy parecidos a los que aparecen en las novelas de Bukowsky, pero mucho más sofisticados y glamourosos, lo que explicaría la fascinación que suscitan.
Entonces, ¿por qué escuchamos tanto y tan a menudo hablar de esta película como de una obra maestra? Pues claramente, porque a lo largo de las décadas se ha creado una especie de aura de mitología sobre esta película que hace que todo el mundo la venere, aura que, supongo, se deberá a esa sofisticación que se ve en cada fotograma de la propia peli, porque si no, no se me ocurre por qué puede ser.
Entonces, los críticos nos convencen, con razón o sin razón, de que es muy buena, nosotros tragamos, y la volvemos a ver sin darnos cuenta de los fallos que tiene. O incluso la ensalzamos sin ni siquiera haberla visto, que también puede ser.
Y entonces me acuerdo de algo que siempre digo: que para disfrutar de una película, hace falta que la historia nos enganche y nada más, sin falta de sofisticación, mitología ni marketing para convencernos de que es buena. Si lo es o no, ya lo comprobaremos al verla. 

martes, julio 26, 2016

Más marketing cinematográfico



Sé que ahora mismo hay temas más importantes sobre los que podría escribir, pero, como sabéis, no me gusta hablar de temas serios durante el verano, sino que prefiero descansar con temas más amables, y por eso hoy voy a hablaros de una peli que vi hace ya varias semanas y sobre la que llevo pensando desde entonces: Ocho apellidos catalanes.
Tal vez alguien recuerda que, en su momento, cuando vi Ocho apellidos vascos, os hablé de ella y os dije que era una película que, pese a no ser objetivamente mejor que otras que se estrenaron a la vez, tuvo un éxito mucho mayor, que yo achaqué a una brutal campaña de marketing. Pues bien, con esta segunda parte pasa lo mismo, pero multiplicado por mucho.
En Ocho apellidos catalanes se continúa jugando con los tópicos sobre las regiones de nuestro país, introduciendo esta vez los que hay sobre los catalanes, pero con todavía menos gracia que en la primera película. De hecho, desde mi punto de vista, el único golpe de humor verdaderamente divertido es el que se refiere a la procedencia de la wedding planner, que, por supuesto, no voy a desvelar. El resto del tiempo lo único que se hace es una sucesión de chistes fáciles de vascos, andaluces y, esta vez, también de catalanes, que nos harán gracia la primera media hora, pero que después se nos harán repetitivos.
Entonces, una vez más, el éxito de la película lo podemos explicar por el marketing y la propaganda que hay detrás, porque si no, no me lo explico.
Ahora sólo espero que no quieran hacer Ocho apellidos asturianos, porque entonces en vez de un texto en este blog, lo que tendré que hacer es intentar que no se sepa demasiado que soy asturiano.