No quería decirlo, pero he de reconocer que odio la Navidad. No quería decirlo porque cuando uno dice algo así, siempre hay alguien que lo acusa de ser un amargado, un antisocial o cualquier otra cosa. Pero la verdad es que no me gusta.
Nota del autor: Si algún amante de la Navidad considera que puede sentirse ofendido si sigue leyendo, le recomiendo que no continúe con la lectura de este texto. En caso de que alguien se arriesgue a proseguir, el autor declina toda responsabilidad sobre los daños que pueda sufrir la salud mental del lector. Avisados quedáis. Y luego que no se queje nadie.
No soporto el hecho de que, para conmemorar el nacimiento de alguien que fue alumbrado en un pesebre, se tengan que hacer grandes dispendios en forma de fiestas y comidas. El consumismo que va unido a estas fechas no hace más que cabrearme. No me gusta la hipocresía que supone el tener que cenar con familiares con los que no se tiene contacto en todo el año, y fingir que nos alegramos. Me molesta tener que fingir alegría porque sí, y me exaspera el rollo de los que dicen que estas fechas son para recordar a los que ya no están (personalmente, a quien tengo que recordar lo recuerdo en cualquier momento, y a quien no recuerdo en todo el año, tampoco lo recuerdo en Navidad). Pero sobre todo, odio que las Navidades ahora duren tanto tiempo.
Porque ahora, los catálogos navideños de los centros comerciales llegan a los buzones en octubre, y las cadenas de televisión programan películas navideñas desde principios de noviembre. Y eso es un verdadero engorro. Por eso, después de varias semanas en las que me resulta imposible tirarme en el sofá un domingo por la tarde a ver la tele sin que se me llene la pantalla de Papás Noel y renos con brillantes narices, hoy he tomado la decisión de decirlo: ODIO LA NAVIDAD.
Y si alguien no está de acuerdo conmigo, lo acepto, y hasta puedo aceptar que me llame antisocial. Pero que nadie intente hacerme cambiar de idea, que ya llevo demasiados años intentando esquivar en la televisión las películas del tipo de Vaya Santa Claus y los mensajes de Nochebuena del rey.
Nota del autor: Si algún amante de la Navidad considera que puede sentirse ofendido si sigue leyendo, le recomiendo que no continúe con la lectura de este texto. En caso de que alguien se arriesgue a proseguir, el autor declina toda responsabilidad sobre los daños que pueda sufrir la salud mental del lector. Avisados quedáis. Y luego que no se queje nadie.
No soporto el hecho de que, para conmemorar el nacimiento de alguien que fue alumbrado en un pesebre, se tengan que hacer grandes dispendios en forma de fiestas y comidas. El consumismo que va unido a estas fechas no hace más que cabrearme. No me gusta la hipocresía que supone el tener que cenar con familiares con los que no se tiene contacto en todo el año, y fingir que nos alegramos. Me molesta tener que fingir alegría porque sí, y me exaspera el rollo de los que dicen que estas fechas son para recordar a los que ya no están (personalmente, a quien tengo que recordar lo recuerdo en cualquier momento, y a quien no recuerdo en todo el año, tampoco lo recuerdo en Navidad). Pero sobre todo, odio que las Navidades ahora duren tanto tiempo.
Porque ahora, los catálogos navideños de los centros comerciales llegan a los buzones en octubre, y las cadenas de televisión programan películas navideñas desde principios de noviembre. Y eso es un verdadero engorro. Por eso, después de varias semanas en las que me resulta imposible tirarme en el sofá un domingo por la tarde a ver la tele sin que se me llene la pantalla de Papás Noel y renos con brillantes narices, hoy he tomado la decisión de decirlo: ODIO LA NAVIDAD.
Y si alguien no está de acuerdo conmigo, lo acepto, y hasta puedo aceptar que me llame antisocial. Pero que nadie intente hacerme cambiar de idea, que ya llevo demasiados años intentando esquivar en la televisión las películas del tipo de Vaya Santa Claus y los mensajes de Nochebuena del rey.
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