Se despertó cuando la luz de la mañana entró por la rendija de una persiana que no estaba bajada del todo. Pero sabía que no era un día cualquiera. Por fin, después de varios meses, hoy iba a salir a la calle para algo que no fuera ir al hospital. Casi no se lo creía.
Cuando cuatro meses antes tuvo la mala suerte de caerse en el cuarto de baño y hacerse un esguince no pensó que aquello iba a durar tanto tiempo. Pero claro, cuando se tienen setenta años, el cuerpo no se recupera igual que cuando se tienen veinte. Desde entonces, sólo había salido de casa para ir a ver a médicos malencarados que en lo más profundo de sus corazones sólo se interesaban por él para preguntarse cómo era posible que ese viejo se hubiera caído en el baño y no se hubiera matado. Por fin, la mañana anterior le dieron una buena noticia: Su pierna estaba curada. Su hijo, ese desagradecido que creía que le hacía un favor enorme teniéndolo en su casa en vez de en un asilo infecto, olvidando que él lo tuvo en la suya muchos años antes, le había dado otra buena noticia: El sábado, para celebrar su recuperación, iban a bajar al centro de la ciudad a comer, aprovechando que no había que trabajar.
Y ese día era el esperado sábado. Contento por la posibilidad de romper con la rutina, se levantó de la cama y se dirigió a la cocina para tomar un café.
"Buenos días, papá", dijo una voz femenina. Una vez más, la bruja de su nuera intentaba hacerse la amable, aunque él sabía muy bien que en realidad lo que ella quería era que él se muriera de una vez, no tanto para heredar (más que nada porque no había gran cosa que heredar), como para quitarse un lastre de encima. "Dúchese y vístase, que ya estamos todos preparados para bajar al centro".
"Vaya", pensó él, "Debe de ser más tarde de lo que pensaba".
Se arregló con mucho cuidado, casi como cuando era joven e intentaba llamar la atención de la que, a la postre, sería la madre de sus hijos. Pronto estuvo duchado y vestido con bastante elegancia. Era agradable cambiar el pijama por una ropa un poco más decente, aunque sólo fuera para variar.
En el recibidor se reunió con su hijo, su nuera y el hijo de ambos, que todavía vivía con sus padres y que era, sin duda, el más inteligente de la casa, además de ser el único que todavía le hacía la vida un poco agradable. Fueron hacia el garaje y se subieron en el coche ostentoso e incómodo de su hijo. Después, se dirigieron al centro de la ciudad.
Llegaron y, casi milagrosamente, encontraron un aparcamiento en una calle céntrica. Como todavía era temprano, decidieron dar un paseo, cosa que le apetecía mucho, porque ya estaba harto de pasear sólo por el jardín de un chalet que no le gustaba en una urbanización llena de gente más preocupada por aparentar que por hacer cualquier otra cosa.
A medida que se iba moviendo por las calles más céntricas y elegantes de la ciudad, una serie de imágenes desagradables se iban mostrando ante sus ojos. Primero, vio a un pobre hombre vestido con harapos que extendía una de sus manos con mirada triste y humilde, preguntándose qué hizo mal con su vida, mientras la gente pasaba a su lado ajena a su existencia. Después, un cartel de un partido político ("legal", le aclaró su hijo) que usaba los mismos símbolos que tantos años atrás habían usado los que mataron a su padre en una guerra que nadie entendió entonces y que nadie entendía ahora.
Pero lo que más le molestó fue llegar hasta el lugar donde estaba el mismo cine al que había ido con su difunta esposa la primera vez que ambos habían podido permitirse ese lujo, y ver que el edificio, ahora rehabilitado, albergaba una clínica de cirugía estética.
"Para esto", pensó, "no valía la pena levantarse de la cama".
Cuando cuatro meses antes tuvo la mala suerte de caerse en el cuarto de baño y hacerse un esguince no pensó que aquello iba a durar tanto tiempo. Pero claro, cuando se tienen setenta años, el cuerpo no se recupera igual que cuando se tienen veinte. Desde entonces, sólo había salido de casa para ir a ver a médicos malencarados que en lo más profundo de sus corazones sólo se interesaban por él para preguntarse cómo era posible que ese viejo se hubiera caído en el baño y no se hubiera matado. Por fin, la mañana anterior le dieron una buena noticia: Su pierna estaba curada. Su hijo, ese desagradecido que creía que le hacía un favor enorme teniéndolo en su casa en vez de en un asilo infecto, olvidando que él lo tuvo en la suya muchos años antes, le había dado otra buena noticia: El sábado, para celebrar su recuperación, iban a bajar al centro de la ciudad a comer, aprovechando que no había que trabajar.
Y ese día era el esperado sábado. Contento por la posibilidad de romper con la rutina, se levantó de la cama y se dirigió a la cocina para tomar un café.
"Buenos días, papá", dijo una voz femenina. Una vez más, la bruja de su nuera intentaba hacerse la amable, aunque él sabía muy bien que en realidad lo que ella quería era que él se muriera de una vez, no tanto para heredar (más que nada porque no había gran cosa que heredar), como para quitarse un lastre de encima. "Dúchese y vístase, que ya estamos todos preparados para bajar al centro".
"Vaya", pensó él, "Debe de ser más tarde de lo que pensaba".
Se arregló con mucho cuidado, casi como cuando era joven e intentaba llamar la atención de la que, a la postre, sería la madre de sus hijos. Pronto estuvo duchado y vestido con bastante elegancia. Era agradable cambiar el pijama por una ropa un poco más decente, aunque sólo fuera para variar.
En el recibidor se reunió con su hijo, su nuera y el hijo de ambos, que todavía vivía con sus padres y que era, sin duda, el más inteligente de la casa, además de ser el único que todavía le hacía la vida un poco agradable. Fueron hacia el garaje y se subieron en el coche ostentoso e incómodo de su hijo. Después, se dirigieron al centro de la ciudad.
Llegaron y, casi milagrosamente, encontraron un aparcamiento en una calle céntrica. Como todavía era temprano, decidieron dar un paseo, cosa que le apetecía mucho, porque ya estaba harto de pasear sólo por el jardín de un chalet que no le gustaba en una urbanización llena de gente más preocupada por aparentar que por hacer cualquier otra cosa.
A medida que se iba moviendo por las calles más céntricas y elegantes de la ciudad, una serie de imágenes desagradables se iban mostrando ante sus ojos. Primero, vio a un pobre hombre vestido con harapos que extendía una de sus manos con mirada triste y humilde, preguntándose qué hizo mal con su vida, mientras la gente pasaba a su lado ajena a su existencia. Después, un cartel de un partido político ("legal", le aclaró su hijo) que usaba los mismos símbolos que tantos años atrás habían usado los que mataron a su padre en una guerra que nadie entendió entonces y que nadie entendía ahora.
Pero lo que más le molestó fue llegar hasta el lugar donde estaba el mismo cine al que había ido con su difunta esposa la primera vez que ambos habían podido permitirse ese lujo, y ver que el edificio, ahora rehabilitado, albergaba una clínica de cirugía estética.
"Para esto", pensó, "no valía la pena levantarse de la cama".
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