Una vez más, la idea para escribir algo me llegó mientras desayunaba con la radio de fondo. Era el viernes día 24 de noviembre, y la noticia por esperada no fue menos deprimente. Después de varios días de agonía, Alexander Litvinenko había fallecido finalmente.
- ¿Y quién era ese fulano? - puede que pregunte alguien.
Pues ese fulano era un antiguo miembro del servicio secreto ruso (o sea, que tampoco era un angelito), que intentaba demostrar que el gobierno ruso era responsable de la muerte de una periodista que, a su vez, intentaba demostrar que los rusos habían cometido unas cuantas y variadas atrocidades en Chechenia. Y, como él mismo dejó escrito antes de morir, lo mató el gobierno ruso para evitar que pudiera contar la verdad. Es decir, que otra vez (y ya van unas cuantas en la Historia), se ha quitado de en medio a alguien que podía contar más de lo que al poder le gustaría.
Naturalmente, esto no es nuevo. La verdad siempre ha sido una fuente de poder, de manera que quien conoce esa verdad (quien sabe demasiado), puede ser molesto. Siempre que alguien ha podido decir más de lo conveniente, se le ha apartado de la circulación. El problema es que antes no se notaba tanto. Ahora, con unos medios de comunicación tan globales podemos saber qué ha pasado e intuir por qué en muy poco tiempo. Por eso me parece que ahora los dictadores disfrazados de demócratas deberían tener un poco más de cuidado, porque se les ve el plumero demasiado pronto cuando pasa algo así. Y por eso mismo creo que el gobierno ruso no sólo no ha podido evitar que Litvinenko cuente su historia, sino que incluso ha hecho mucho por su causa: al matarlo, llamaron la atención sobre este hombre y sobre lo que intentaba decir. Ahora todos sabemos qué era lo que investigaba. Ahora, incluso aquellos que nunca habíamos oído su nombre antes, sabemos quién era, qué sospechaba (y si murió por ello, muy desencaminado no debía de andar) y por qué murió.
Porque el precio de la verdad es demasiado elevado.
- ¿Y quién era ese fulano? - puede que pregunte alguien.
Pues ese fulano era un antiguo miembro del servicio secreto ruso (o sea, que tampoco era un angelito), que intentaba demostrar que el gobierno ruso era responsable de la muerte de una periodista que, a su vez, intentaba demostrar que los rusos habían cometido unas cuantas y variadas atrocidades en Chechenia. Y, como él mismo dejó escrito antes de morir, lo mató el gobierno ruso para evitar que pudiera contar la verdad. Es decir, que otra vez (y ya van unas cuantas en la Historia), se ha quitado de en medio a alguien que podía contar más de lo que al poder le gustaría.
Naturalmente, esto no es nuevo. La verdad siempre ha sido una fuente de poder, de manera que quien conoce esa verdad (quien sabe demasiado), puede ser molesto. Siempre que alguien ha podido decir más de lo conveniente, se le ha apartado de la circulación. El problema es que antes no se notaba tanto. Ahora, con unos medios de comunicación tan globales podemos saber qué ha pasado e intuir por qué en muy poco tiempo. Por eso me parece que ahora los dictadores disfrazados de demócratas deberían tener un poco más de cuidado, porque se les ve el plumero demasiado pronto cuando pasa algo así. Y por eso mismo creo que el gobierno ruso no sólo no ha podido evitar que Litvinenko cuente su historia, sino que incluso ha hecho mucho por su causa: al matarlo, llamaron la atención sobre este hombre y sobre lo que intentaba decir. Ahora todos sabemos qué era lo que investigaba. Ahora, incluso aquellos que nunca habíamos oído su nombre antes, sabemos quién era, qué sospechaba (y si murió por ello, muy desencaminado no debía de andar) y por qué murió.
Porque el precio de la verdad es demasiado elevado.
1 comentario:
Una buena reflexión....como tantas otras ;)
A seguir así billy
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