Hola a todo el mundo:
Pues resulta que ya se me acabaron las
vacaciones. Resulta que este año decidí irme a pasar unos días a
Portonovo, en el concejo de Sanxenxo, en Pontevedra con mi otra mitad, y
acabamos de llegar después de unos días muy intensos que os voy a
contar brevemente en este texto:
PREPARATIVOS:
La
idea de ir a Galicia la teníamos desde el primer momento. Primero,
durante unos pocos días, pensamos en Santiago. Poco después decidimos
que sería mejor La Coruña. Y al final, decidimos un lugar más pequeño,
que fue el concejo de Sanxenxo. En principio pensamos en la propia
localidad de Sanxenxo, y luego en la localidad de Portonovo, que está al
lado y pertenece al concejo.
Así, en pocos días preparamos todo y el viernes día ocho
nos acostamos sabiendo que el despertador iba a sonar temprano al día
siguiente.
DÍA 1:
El viaje de ida fue un sábado,
en autobús. Yo lo cogí a las ocho y media en Gijón y la otra mitad de la
expedición en Oviedo media hora más tarde. Y ojo, aunque era un autobús
de los buenos, las seis horas hasta Pontevedra las notamos.
Llegamos
a la estación de autobuses, grande pero bastante vieja. Y, sobre todo,
vacía, porque su enorme cafetería (así como todos sus locales) no están
abiertos, de forma que para nuestra primera (y muy decepcionante) comida
en tierras gallegas nos fuimos a una cafetería que estaba enfrente, en
la que más nos hubiera valido no haber entrado.
Poco después,
cogimos otro autobús hasta Portonovo, que tardó más de lo que pensamos y
nos dejó cerca del hotel, pero en un lugar desde el que nos costó mucho
orientarnos. Por fin, a eso de las cuatro de la tarde, cansados,
desorientados y con ganas de darnos una ducha, llegamos al hotel, donde
nos tenían preparada una habitación acogedora y, sobre todo, mucho más
grande de lo que esperábamos.
Esto nos animó mucho, así que,
después de descansar un rato y ducharnos, salimos a callejear por el
paseo marítimo y a buscar un sitio en el que cenar. Que fue fácil, eh,
porque, lógicamente, estando como estábamos a tiro de piedra de la
playa, el puerto y la lonja, si algo hay son sitios en los que comer,
así que caminamos casi hasta que se nos acabó el pueblo y nos decidimos
por un restaurante de aspecto poco prometedor pero en el que cenamos
unos pimientos de Padrón que no picaron y unos chipirones muy
buenos,
pero en el que también comimos unas gambas al ajillo estupendas que
quedaron entre lo mejor de las vacaciones, todo ello regado con un vino
de la tierra. Después, fuimos a otro sitio a tomar un helado, buscamos
un bar cerca del hotel para tomar la primera copa del viaje y nos fuimos
a dormir.
DÍA 2:
El segundo día amaneció gris y
lluvioso, así que después de desayunar nos hicimos fuertes en la
cafetería del hotel con el ordenador para mirar nuestros correos y redes
sociales. Cuando vimos que la lluvia amainaba, nos lanzamos a pasear de
nuevo por el paseo marítimo, y tanto paseamos, y tan cerca está
Sanxenxo, que, cuando nos dimos cuenta, habíamos llegado allí y nos
pusimos a patearnos su paseo.
Comimos en un restaurante del
paseo un pulpo no tan bueno como nos hubiera gustado, unos mejillones al
vapor muy logrados y unas croquetas de centollo muy buenas, todo ello
con el vino correspondiente. Después, fotos y más pateo por el paseo de
Sanxenxo hasta que decidimos desandar lo andado en dirección al hotel.
Pero
cuando ya estábamos a punto de llegar, la mala suerte quiso que C. se
hiciera daño en una rodilla, lo que, a corto plazo, nos llevó a buscar
una farmacia en la que comprar antiinflamatorios, y, a largo, trastocar
alguno de nuestros planes para las vacaciones, pero sin mayor
importancia.
Ese día, decidimos cenar en otro restaurante del
paseo marítimo unas almejas y unas sardinas con pimientos de Padrón que
sí picaron (y mucho). Una mousse de chocolate, un paseo y al hotel.
DÍA 3:
El
lunes fue totalmente distinto al domingo, porque el día amaneció con
sol, así que después del desayuno, cogimos nuestros bártulos y nos
fuimos a la playa de As Caneliñas, una pequeña cala a escasos cien
metros del hotel, con arena fina y aguas tranquilas, en las que nos
tiramos hasta que a medio día yo crucé la calle hasta una taberna que
había justo enfrente en busca de unos bocatas con los que matar la gusa
hasta que volvimos al hotel a eso de las cuatro.
Una ducha y un
paseo hasta que nos decidimos por otro restaurante del paseo marítimo,
en el que tomamos la comida menos destacable del viaje, unas navajas y
una ración de zorza, que es una especialidad gallega. Un helado, otra
copa en el bar del sábado, del que nos fuimos porque, después de que
pincharan a Bruce Springsteen, a Guns n’ Roses, a los Dire
Straits y a los Rolling Stones estaba claro que la cosa iba a seguir por
tan buen camino que no íbamos a querer irnos, y al hotel otra vez.
DÍA 4:
Otro
día lluvioso. Después del desayuno y en vista de que poco íbamos a
poder hacer, nos fuimos a patear por el pueblo hasta que la lluvia nos
hizo comprender que C. no llevaba calzado adecuado ni tampoco lo tenía
en el hotel. Así que ella decidió, para salir del paso, comprarse unos
zapatos con los que resistir del embate de la lluvia, y fue en la
zapatería donde me ocurrió una de las cosas más curiosas del viaje.
Como
a mí me aburre mucho lo de comprar ropa y calzado, mientras C. se
probaba zapatos yo me asomé a detrás del mostrador al ver que allí había
lo que parecía un amplificador de guitarra. Entonces vi que no era un
ampli, sino que realmente eran dos, uno grande y uno más pequeño encima,
y junto a ellos una Fender Telecaster. Empecé a hablar con el zapatero,
le comenté que yo toco una Stratocaster, y al final, va y me pone la
guitarra en la mano y me dice que toque algo. Y entonces, mientras C. se
probaba unos zapatos, yo tocaba el “Nothing else matters” de Metallica.
La pena fue que empezó a entrar gente a comprar zapatos y la imagen de
un tío tocando la guitarra no era la más apropiada en la zapatería, así
que dejé de tocar, C. pagó los zapatos que se había comprado y nos
fuimos de allí.
Después, callejeamos un poco por el casco viejo y
nos lanzamos a comer en una taberna muy tradicional en la que nos
decidimos por queso de tetilla con anchoas, zamburiñas y una abundante
ración de raxo. Luego, nos acercamos hasta una terraza del paseo
marítimo para tomar un café, y vimos que en la mesa de al lado,
sentados, había una pareja bastante peripuesta, con sus gafas de sol,
pero sin mirarse, sin hablar y sin interactuar de ninguna manera. Las
explicaciones que se nos ocurrieron a su actitud fueron desde las más
lógicas (que estaban de resaca y no estaban para nadie, que estaban
enfadados y al borde de la ruptura…) hasta las más disparatadas (que realmente eran
extraterrestres investigando a nuestra especie).
Por la tarde,
seguimos callejeando por el barrio viejo, tomamos algo en una taberna
que, al salir, vimos que estaba justo enfrente de la otra en la que
habíamos comido. Nos compramos una botella muy pequeña de crema de
chocolate para nosotros, y, por la noche, nos fuimos a otra taberna en
la que ya habíamos querido comer el día anterior pero no había sitio.
Esta vez fuimos temprano, y menos mal, porque si no, nos hubiéramos
perdido unos berberechos muy buenos y, sobre todo, unos de los mejores
calamares
que he comido en mi vida, todo ello regado con un Ribeiro tinto. Una
tarta de tres chocolates, un largo paseo casi hasta Sanxenxo y luego una
carrera inesperada hasta el hotel por causas de fuerza mayor. Eso sí,
antes de dormir, dimos buena cuenta de la botella.
DÍA 5:
El
miércoles fue un día luminoso, así que decidimos coger un autobús e ir a
conocer O Grove. Según nos bajamos, vimos un cartel en el que se
anunciaban viajes en catamarán para conocer las bateas de mejillones,
con degustación incluida, así que, sobre la marcha, nos subimos en el
barco. Más de una hora de viaje por la ría de Arosa, viendo las bateas,
unos delfines que se acercaron un poco a nosotros, para luego ver a
través de visores de cristal el fondo marino, y por último una
degustación de mejillones y vino Albariño. Que nosotros pensábamos que
iba a ser poca cosa, y al final salimos de allí después de haber comido
más mejillones que en toda nuestra vida junta.
Al bajar del
barco, decidimos que poco íbamos a comer ya, así que optamos por tomar
una vieira cada uno, regadas con Albariño, y de postre una ración de
leche frita. Una vuelta por el paseo marítimo, unas compras de regalos
para la familia y otra vez a Portonovo, donde seguimos comprando cosas y
nos fuimos al hotel a empezar a preparar el equipaje.
Por la
noche, después de hacer nuestras cuentas, decidimos darnos el último
homenaje, así que en una marisquería que tenía pinta de muy antigua nos
tomamos una mariscada que nos sirvió de despedida del pueblo. Una tarta
de Santiago y después el último paseo con el mar a nuestro lado. Por
cierto, que en todos estos paseos junto a la playa, un chaval que vendía
pipas garrapiñadas nos ofrecía probarlas, y siempre le decíamos que no.
Pues bien, esta última vez por fin las probamos, nos gustaron, y
acabamos comprando un paquete que guardamos para el viaje. Si lo
hubiéramos aceptado antes…
DÍA 6:
Sin duda, el día
más soleado de las vacaciones, justo cuando empezaban las fiestas en el
pueblo. Sin embargo, también era el día en el que teníamos que volver.
Madrugamos
un poco más que los días anteriores, y después de desayunar y de hacer
el equipaje, fuimos a una panadería cercana a ver si comprábamos unos
trozos de empanada para el viaje. Pero no las tenían hechas todavía, así
que compramos pan y en el supermercado de al lado algo de fiambre, que
preparamos en unos bocatas para el viaje. Después de dejar las
maletas en la consigna del hotel, un último paseo por el pueblo y a eso
de la una, un taxi nos llevó hasta la estación de Sanxenxo, allí un
autobús nos llevó hasta Pontevedra, donde comimos los bocadillos y
cogimos otro bus que nos dejó en casa después de seis horas de viaje y
un paquete de pipas garrapiñadas.
EN DEFINITIVA
Ya
hemos vuelto a la normalidad, pero eso de salir a la calle, ver la
costa y que la brisa marina nos despeine se echa mucho de menos…
Nota: La mayor parte de las fotos las hizo la propia C.
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