Hace varias
semanas, quizá ya un par de meses o poco más, toqué fondo como historiador. Sí, porque, a través
de Twitter, me enfrasqué en una breve discusión con un historiador revisionista
que me supuso perder mi tiempo y mis energías. Resulta que ha sido publicado un libro en el cual se asegura
que en las elecciones de 1936 hubo irregularidades en algunas
circunscripciones, lo que según la lógica de los autores revisionistas, habría
hecho que las elecciones las ganara ilegalmente el Frente Popular, lo que, a su vez,
justificaría el golpe de Estado de Franco que dio lugar a la Guerra Civil (por cierto, aquí os dejo una crítica a ese libro).
Yo tuve la mala
idea de responder a su tuit con una pregunta retórica con la que intentaba dar medida de
lo simplista de su argumento, pensando que alguien con tantos seguidores y
tantos detractores ni se molestaría en responderme. Pero resulta que sí lo
hizo, pero con una falacia ad hominem con la cual, en lugar de responder a mi
pregunta, me atacaba, diciendo que si tenía que preguntar, no sería muy buen
historiador y que mis alumnos estaban apañados conmigo. No obstante, yo no
quise dar demasiadas vueltas al tema, él se limitó a decirme que dejara de leer
a historiadores de prestigio internacional para leerlo a él, y la cosa no fue
más allá.
Sin embargo, uno
de sus seguidores sí que tenía ganas de gresca y empezó a lanzar varios tuits
diarios para discutir conmigo, utilizando las personas que sigo en la red o los
retuits que hago como elementos de ataque, olvidando que podemos seguir a gente
con la que no estamos del todo de acuerdo o que podemos retuitear algo que nos
parece interesante de gente con la que podemos estar en desacuerdo en otros
muchos asuntos.
Pero lo que más
me llamó la atención es que me atacó por mi artículo sobre Fidel Castro,
diciendo que en él yo era condescendiente con el dictador. Y lo divertido es
que en ese artículo yo decía que Castro había sido el dictador de un régimen en
el que se violaban los Derechos Humanos, así que poca condescendencia creo que
tuve. Luego, el buen caballero me dijo que yo era un peligro público en las
redes sociales y en las aulas. A mí, que, como mucho, me conformo con ser una pequeña
molestia. Por supuesto, después de decirle que me sobreestimaba porque mi
trascendencia no era la suficiente como para ser considerado un peligro
público, decidí dar la discusión por zanjada.
No obstante, desde entonces llevo dándole vueltas a ese episodio, y me he dado cuenta de que el verdadero problema no es que dijera que yo soy un peligro público: el verdadero problema es que esa persona deja de leer no solo lo que yo escribo, sino que también deja de leer lo que escriben otros muchos buenos historiadores, a la vez que lee y da pábulo a las teorías en ocasiones disparatadas de autores mucho menos fiables.
Entonces, desde mi punto de vista, el problema lo estamos creando los verdaderos historiadores, que dejamos de lado la divulgación y permitimos que la lleven a cabo personajes que sí son verdaderos peligros para la sociedad por sus teorías ajenas al rigor y a la verdad. Autores que, además, escriben y hablan con tanto aplomo que consiguen convencer a quienes no tienen demasiados conocimientos de que sus posturas son las únicas válidas y de que todas las demás son erróneas y directamente nocivas. Llegados a ese punto, consiguen convencer a sus seguidores de que ya no necesitan leer ni aprender más, de modo que éstos dejarán de hacerlo, y así, finalmente, se consigue que una teoría alternativa, errónea y que a veces justifica golpes de Estado y dictaduras, se convierta en una teoría aceptada por muchas personas y que en ocasiones se considerará al mismo nivel que las teorías de los historiadores serios.
Y eso sí que es verdaderamente peligroso.
No obstante, desde entonces llevo dándole vueltas a ese episodio, y me he dado cuenta de que el verdadero problema no es que dijera que yo soy un peligro público: el verdadero problema es que esa persona deja de leer no solo lo que yo escribo, sino que también deja de leer lo que escriben otros muchos buenos historiadores, a la vez que lee y da pábulo a las teorías en ocasiones disparatadas de autores mucho menos fiables.
Entonces, desde mi punto de vista, el problema lo estamos creando los verdaderos historiadores, que dejamos de lado la divulgación y permitimos que la lleven a cabo personajes que sí son verdaderos peligros para la sociedad por sus teorías ajenas al rigor y a la verdad. Autores que, además, escriben y hablan con tanto aplomo que consiguen convencer a quienes no tienen demasiados conocimientos de que sus posturas son las únicas válidas y de que todas las demás son erróneas y directamente nocivas. Llegados a ese punto, consiguen convencer a sus seguidores de que ya no necesitan leer ni aprender más, de modo que éstos dejarán de hacerlo, y así, finalmente, se consigue que una teoría alternativa, errónea y que a veces justifica golpes de Estado y dictaduras, se convierta en una teoría aceptada por muchas personas y que en ocasiones se considerará al mismo nivel que las teorías de los historiadores serios.
Y eso sí que es verdaderamente peligroso.
Representación de Clío, musa griega de la Historia. Imagen de dominio público tomada de aquí.
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