"- Hombre, Pablo. ¿Qué tal?
- Bien, gracias.
- Dime, ¿qué querías?
- Pues venía a ver si teníais la Epigrafía Romana de Asturias, de Francisco Diego Santos.
- Ah, ya, se reeditó hace poco. Pues no lo tenemos, pero lo podemos pedir. Lo tendrías aquí la semana que viene.
- Vale, no me corre prisa, pedidlo.
- ¿El autor llegó a darte clase en la Facultad?
- No, ya se había jubilado.
- Pues a mí sí me dio.
- Dicen que era muy buen profesor.
- De los mejores. ".
Esta conversación la tuve hace unos pocos meses con Chema, uno de los dueños de Paradiso, la librería en la que compro desde hace casi diez años. Me gusta comprar allí porque me conocen por mi nombre, ya saben qué libros busco y porque, como estudiaron lo mismo que yo, no les suenan a chino los títulos que les pido. Y sobre todo porque me gusta la manera en la que tratan los libros. Con reverencia. Me sigue resultando llamativo verlos coger cuidadosamente cada libro, abrirlo con delicadeza para leer el precio que está escrito a lápiz en la primera página, meter un marcapáginas antes de cerrarlo y dármelo justo un segundo antes de preguntarme si quiero una bolsa para llevarlo.
La diferencia con los otros libreros que he conocido en mi vida es notable, sobre todo si los comparamos con los que trabajan en las macrolibrerías tan de moda últimamente. Ésos a los que les importa un carajo quién sea su cliente, a qué se dedique y qué ha estudiado, y a los que les da igual venderte un libro sobre Egipto que uno sobre el extraterrestre de Roswell, porque tanto en un caso como en el otro, la conversación se limitará sólo a decirte el precio del volumen. Precio que, por cierto, suele estar pegado en el dorso del libro, de manera que hay que elegir entre quitarlo y llevarte un trozo de la contraportada, o dejarlo y no poder leer enteros los comentarios que ahí aparecen.
Los libros merecen un respeto, porque muchos fueron escritos por personas excepcionales. Y porque muchos libros compensan la fatalidad de tener malos profesores. Ningún profesor, por muy bueno que sea, enseñará tanto de su materia como una biblioteca bien surtida. Y por eso me gusta ver a gente que trata a cada libro con el respeto que se merece.
Un bibliotecario también debería saber respetar los libros, y así suele ser, aunque hay terribles excepciones. Cada biblioteca es un tesoro en sí misma, puede ser la puerta por la que entrar a innumerables mundos, reales y ficticios, y cada bibliotecario es el guardián de ese tesoro. Y otra ventaja de las bibliotecas es que, frente a las librerías, las bibliotecas son gratuitas, un servicio público destinado a cada ciudadano sea cual sea su capacidad económica.
Pero ahora, unos cuantos visionarios que en realidad están más ciegos que topos, quieren que haya que pagar un canon por utilizar las bibliotecas. La idea me parece absurda. Aunque el precio que haya que pagar sea mínimo y simbólico, no serviría de nada. Los que no leen cuando los libros son gratis tampoco lo harán si tienen que pagar por ello. Y mucha gente que lee los libros de las bibliotecas porque no puede comparlos dejará de hacerlo.
Puede que en otros países más acostumbrados a pagar por lo bueno esta medida diera resultado. En este país, donde la queja de que no se lee es ya un tópico, sólo serviría para que se leyera todavía menos.
Feliz día del libro.
- Bien, gracias.
- Dime, ¿qué querías?
- Pues venía a ver si teníais la Epigrafía Romana de Asturias, de Francisco Diego Santos.
- Ah, ya, se reeditó hace poco. Pues no lo tenemos, pero lo podemos pedir. Lo tendrías aquí la semana que viene.
- Vale, no me corre prisa, pedidlo.
- ¿El autor llegó a darte clase en la Facultad?
- No, ya se había jubilado.
- Pues a mí sí me dio.
- Dicen que era muy buen profesor.
- De los mejores. ".
Esta conversación la tuve hace unos pocos meses con Chema, uno de los dueños de Paradiso, la librería en la que compro desde hace casi diez años. Me gusta comprar allí porque me conocen por mi nombre, ya saben qué libros busco y porque, como estudiaron lo mismo que yo, no les suenan a chino los títulos que les pido. Y sobre todo porque me gusta la manera en la que tratan los libros. Con reverencia. Me sigue resultando llamativo verlos coger cuidadosamente cada libro, abrirlo con delicadeza para leer el precio que está escrito a lápiz en la primera página, meter un marcapáginas antes de cerrarlo y dármelo justo un segundo antes de preguntarme si quiero una bolsa para llevarlo.
La diferencia con los otros libreros que he conocido en mi vida es notable, sobre todo si los comparamos con los que trabajan en las macrolibrerías tan de moda últimamente. Ésos a los que les importa un carajo quién sea su cliente, a qué se dedique y qué ha estudiado, y a los que les da igual venderte un libro sobre Egipto que uno sobre el extraterrestre de Roswell, porque tanto en un caso como en el otro, la conversación se limitará sólo a decirte el precio del volumen. Precio que, por cierto, suele estar pegado en el dorso del libro, de manera que hay que elegir entre quitarlo y llevarte un trozo de la contraportada, o dejarlo y no poder leer enteros los comentarios que ahí aparecen.
Los libros merecen un respeto, porque muchos fueron escritos por personas excepcionales. Y porque muchos libros compensan la fatalidad de tener malos profesores. Ningún profesor, por muy bueno que sea, enseñará tanto de su materia como una biblioteca bien surtida. Y por eso me gusta ver a gente que trata a cada libro con el respeto que se merece.
Un bibliotecario también debería saber respetar los libros, y así suele ser, aunque hay terribles excepciones. Cada biblioteca es un tesoro en sí misma, puede ser la puerta por la que entrar a innumerables mundos, reales y ficticios, y cada bibliotecario es el guardián de ese tesoro. Y otra ventaja de las bibliotecas es que, frente a las librerías, las bibliotecas son gratuitas, un servicio público destinado a cada ciudadano sea cual sea su capacidad económica.
Pero ahora, unos cuantos visionarios que en realidad están más ciegos que topos, quieren que haya que pagar un canon por utilizar las bibliotecas. La idea me parece absurda. Aunque el precio que haya que pagar sea mínimo y simbólico, no serviría de nada. Los que no leen cuando los libros son gratis tampoco lo harán si tienen que pagar por ello. Y mucha gente que lee los libros de las bibliotecas porque no puede comparlos dejará de hacerlo.
Puede que en otros países más acostumbrados a pagar por lo bueno esta medida diera resultado. En este país, donde la queja de que no se lee es ya un tópico, sólo serviría para que se leyera todavía menos.
Feliz día del libro.